29/12/11

En la ventana...

El pueblo está tranquilo esta noche pero con la ventana abierta a finales de septiembre aquí ya empieza a hacer frío así que cruzo la habitación para asomarme antes de cerrarla y de paso averiguar por qué los perros no dejan de ladrar.

Desde esta ventana veo los tejados, el río bordeado de chopos y la carretera pero hoy no es una de esas noches, las nubes tapan la luna y sólo a duras penas al asomarme, puedo adivinar el pelaje blanco y erizado de los perros que siguen ladrando como si el mismísimo Satanás hubiera aparecido en la era. Pienso en la zorra, seguro que vuelve a rondar a las gallinas pero una especie de ronquido hace callar a los perros y sigue, intermitente, mientras se acerca a la casa. En toda mi vida he podido escuchar semejante sonido y por curiosidad quiero averiguarlo, sólo me queda esperar a que entre en el cerco de luz de la farola colgada en la fachada de la casa para ver de qué especie de animal se trata.

No sé si la vista me está jugando una mala pasada pero sí que veo claramente cómo los perros se esconden en su caseta gimiendo sin dejar de enseñar los dientes, y puedo entonces distinguir la silueta inhumanamente alta que viene directa hacia mi mostrándome dos cuencas vacías como si a través de ellas se pudiera ver el interior del cráneo sanguinolento, muy lentamente me muestra una sonrisa que en su cara se convierte en una mueca amenazadora y repite aquella especie de gruñido espeluznante al apretar el paso. Cierro la ventana de golpe al tiempo que una mano esquelética y repugnante toca los cristales.

Intento autoengañarme, es algo que siempre se me ha dado bien, contándome el cuento de que la noche y las lecturas de Stephen King son un cargador de balas certeras para un subconsciente encantado de apretar el gatillo apuntando a un cerebro cansado así que el Diazepán que guardo en el botiquín será mi chaleco antibalas una vez más y me meto en la cama para mi reset particular, dormir sin sueños.

Disfruto del relajamiento muscular que la bezodiazepina produce rápidamente aunque no consigo que la piel y el cuero cabelludo erizados por la visión vuelvan a la normalidad pero los párpados me pesan y ha llegado el momento en que me decido a apagar la luz. En la ventana, dos puntos rojos seguían allí fijos...esperando a que me durmiera.

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