30/12/11

¿Realidad?

¿Habéis tenido alguna vez fiebre solos en casa y adivináis quién va hacia vuestra habitación por la manera de caminar? Pues eso me pasó entonces.

Estuve en un estado de duermevela en el que no distinguía la noche del día a los pocos días de morir mi abuela. Aún la echo de menos y también la costumbre de quedarme a dormir en su casa por lo menos una vez a la semana, me gustaba despertarme allí y la manera que tenía de darme las buenas noches.

Durante uno de aquellos sopores febriles pude distinguir perfectamente aquellos pasos familiares, escuchaba el roce de las zapatillas de mi abuela que venían hacia mi habitación por el pasillo y pararse en el quicio de la puerta. Notaba su respiración, incluso pude oler su perfume y los pasos siguieron adelante. Unas manos frías, muy frías me dejaron paralizada al sentir unas manos frías, muy frías que me tocaban los tobillos. Una mano helada se posó en mi frente por un segundo, al mismo tiempo que mi madre abría la puerta de casa. Vino directa a verme y yo seguía sin poder hablar. 

Mi madre fue a preparar la comida comentando lo fría que estaba la casa y yo me quedé en la habitación en donde se podían ver los alientos.

29/12/11

En la ventana...

El pueblo está tranquilo esta noche pero con la ventana abierta a finales de septiembre aquí ya empieza a hacer frío así que cruzo la habitación para asomarme antes de cerrarla y de paso averiguar por qué los perros no dejan de ladrar.

Desde esta ventana veo los tejados, el río bordeado de chopos y la carretera pero hoy no es una de esas noches, las nubes tapan la luna y sólo a duras penas al asomarme, puedo adivinar el pelaje blanco y erizado de los perros que siguen ladrando como si el mismísimo Satanás hubiera aparecido en la era. Pienso en la zorra, seguro que vuelve a rondar a las gallinas pero una especie de ronquido hace callar a los perros y sigue, intermitente, mientras se acerca a la casa. En toda mi vida he podido escuchar semejante sonido y por curiosidad quiero averiguarlo, sólo me queda esperar a que entre en el cerco de luz de la farola colgada en la fachada de la casa para ver de qué especie de animal se trata.

No sé si la vista me está jugando una mala pasada pero sí que veo claramente cómo los perros se esconden en su caseta gimiendo sin dejar de enseñar los dientes, y puedo entonces distinguir la silueta inhumanamente alta que viene directa hacia mi mostrándome dos cuencas vacías como si a través de ellas se pudiera ver el interior del cráneo sanguinolento, muy lentamente me muestra una sonrisa que en su cara se convierte en una mueca amenazadora y repite aquella especie de gruñido espeluznante al apretar el paso. Cierro la ventana de golpe al tiempo que una mano esquelética y repugnante toca los cristales.

Intento autoengañarme, es algo que siempre se me ha dado bien, contándome el cuento de que la noche y las lecturas de Stephen King son un cargador de balas certeras para un subconsciente encantado de apretar el gatillo apuntando a un cerebro cansado así que el Diazepán que guardo en el botiquín será mi chaleco antibalas una vez más y me meto en la cama para mi reset particular, dormir sin sueños.

Disfruto del relajamiento muscular que la bezodiazepina produce rápidamente aunque no consigo que la piel y el cuero cabelludo erizados por la visión vuelvan a la normalidad pero los párpados me pesan y ha llegado el momento en que me decido a apagar la luz. En la ventana, dos puntos rojos seguían allí fijos...esperando a que me durmiera.

El gigante

Durante la infancia me aterrorizaba pensar que la pedriza por sus caprichosas formas naturales era un  gigante durmiendo un sueño de gigantes maldecido por algún dios de la antigüedad como castigo por comerse vivas a las personas y animales pero que el día en que se acabara el maleficio despertaría para beberse el río porque con los años se le veía más polvoriento y más gris, seguro que despertaría casi deshidratado buscando agua desesperadamente y de camino, sembraría el terror por donde pasara.

Seguro que mi casa será una de las primeras que aplastará al intentar ponerse en pie porque queda muy cerca de su codo y después de tantos años no estará muy ágil que digamos.

Desde mi ventana veo bien dos cuevas en donde al abrigo del cierzo crecen unos espinos y yo me torturaba pensando que eran sus ojos de pestañas verde oscuro.

Prefería los días soleados y tranquilos para que el viento no zarandeara a su antojo los "párpados" del gigante, no sería justo porque si se despertaba, al viento no se lo podía comer y a las personas sí. El viento no tenía primos, amigos, padres, ni bicicleta para hacer carreras hasta la plaza.

Los días malos de viento fuerte me quedaba mirando la pedriza de aspecto temible cantando una nana bajito, bajito, casi con el pensamiento y observando atentamente aquellos ojos semicerrados...o semiabiertos.