2/7/12

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Esta vez no se me iba a escapar el tren, ya había estado antes en muchas estaciones observando a estas serpientes mecánicas que no paraban de tragar y escupir pasajeros indiscriminadamente, transportando sus ilusiones, odios, amores y frustraciones de ciudad en ciudad. A veces les observaba y pienso que sólo se entregaban a la reflexión una vez dentro, sentados en las entrañas del vagón sin saber qué hacer durante el tiempo que duraba el viaje. Primero se miraban unos a otros hasta que individualmente, sin prisas, se apreciaba en algunos un cambio en el estado de consciencia, de respiración, que les facilitaba asomarse a su propio interior. El que no tenía mucho que ver o poco interés en el paisaje interno normalmente se dormía, pero la mayoría aprovechaba para tomar decisiones personales vitales para conseguir objetivos marcados y felicidad pero que tantas veces se truncaban al poner el pie en el andén, al bajarse del tren y entonces quedaban relegados al arcón de los olvidos, ése que no se aprecia en ninguna radiografía pero que pesa ¡y mucho! extendiendo el peso por cada célula de nuestro cuerpo y fijándose especialmente en esa parte invisible de nuestro ser a la que llamamos alma.

Si un médico experto en males mayores examinara mi alma en los momentos en que ésta se hace visible, incluso palpable a veces; quizás entonces podría dictaminar un diagnóstico inequívoco de que el alma se puede romper, modelar y recomponer como la distribución de nuestra propia casa después de una reforma integral. Duele muchísimo esto del replanteamiento del alma, un dolor agudo, intermitente, que sólo se cura tomando decisiones.