Esta
vez no se me iba a escapar el tren, ya había estado antes en muchas estaciones
observando a estas serpientes mecánicas que no paraban de tragar y escupir pasajeros
indiscriminadamente, transportando sus ilusiones, odios, amores y frustraciones
de ciudad en ciudad. A veces les observaba y pienso que sólo se entregaban a la
reflexión una vez dentro, sentados en las entrañas del vagón sin saber qué
hacer durante el tiempo que duraba el viaje. Primero se miraban unos a otros
hasta que individualmente, sin prisas, se apreciaba en algunos un cambio en el estado
de consciencia, de respiración, que les facilitaba asomarse a su propio
interior. El que no tenía mucho que ver o poco interés en el paisaje interno normalmente se dormía, pero la mayoría
aprovechaba para tomar decisiones personales vitales para conseguir objetivos marcados y felicidad
pero que tantas veces se truncaban al poner el pie en el andén, al bajarse del
tren y entonces quedaban relegados al arcón de los olvidos, ése que no se
aprecia en ninguna radiografía pero que pesa ¡y mucho! extendiendo el peso por
cada célula de nuestro cuerpo y fijándose especialmente en esa parte invisible
de nuestro ser a la que llamamos alma.
Si un
médico experto en males mayores examinara mi alma en los momentos en que ésta
se hace visible, incluso palpable a veces; quizás entonces podría dictaminar un
diagnóstico inequívoco de que el alma se puede romper, modelar y recomponer
como la distribución de nuestra propia casa después de una reforma integral.
Duele muchísimo esto del replanteamiento del alma, un dolor agudo, intermitente,
que sólo se cura tomando decisiones.